lunes, 13 de agosto de 2018

Ese día 15 de enero (Cuento)




ESE DÍA 15 DE ENERO
            Ricardo tiene 58 años, está sentado en el sofá de su casa, mientras lee el periódico y toma un sorbo de café. Una crónica de la Caracas de los años ochenta, hace que sus pensamientos evoquen su historia con la única mujer que amó profundamente:
            Corría el año de 1980. Ricardo recorrió, como otras veces, muchos kilómetros de carretera para ver a su amada. Como empezó muy joven su carrera universitaria, ya faltaban pocos meses para graduarse, así que ese día estaba muy feliz por tan anhelado encuentro.  Aunque se sentía un poco avergonzado, porque el regalo que le llevaba era un poema de su autoría y un simple pañuelo, con una rosa y las iniciales de ella, bordados por las manos de su madrina, persona a quien él quería mucho y era su fiel confidente de todo el amor que sentía por su prometida.
Verdaderamente, estaba enamorado. Ella no.
Margareth vivía con su madre y su hermano. Su padre había muerto cuando apenas era una niña. A pesar de decir que también amaba a Ricardo, su gélido corazón demostró todo lo contrario.
            Ese día 15 de enero, el mundo de Ricardo se desplomó por completo. Como siempre, de lejos divisó la ventana de la casa de su amada. Ese día la ventana estaba cerrada. Su corazón palpitaba, pero esta vez de miedo. La distancia hasta la puerta se le hizo eterna.
Tocó tres veces, hasta que abrió la madre de aquella insensible mujer.
─Ella no está –le dijo seriamente.
¿No está?, ¿acaso está enferma? interrogó Ricardo con un nudo en la garganta.
─No… o quizá sí, enferma del alma. Se fue con otro.
Y le cerró la puerta.
            Ricardo sentía que su cuerpo se desvanecía lentamente, un dolor desconocido apretujaba su pecho con inclemencia. Como pudo, se fue caminando hacia el muro, único testigo de su idilio y de sus promesas. Sacó el pañuelo que traía para aquella mujer, lo olió, lo besó, lo estrujó en sus manos, hasta que lo lanzó a un manantial que estaba cerca. Extrajo el poema, lo rompió a pedacitos y lo lanzó al viento.
            Pasaron muchísimos años, Ricardo y Margareth se encontraron nuevamente. No hubo palabras, sólo miradas. El corazón de él palpitaba fuertemente; el de ella, inmutable, frío.
            Un joven irrumpe los pensamientos de este noble señor: ─Papá, dice mi mamá que vengas, que ya la comida está servida.
─Gracias, hijo. Ya voy.


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