ESE DÍA 15 DE ENERO
Ricardo tiene 58 años, está sentado en
el sofá de su casa, mientras lee el periódico y toma un sorbo de café. Una
crónica de la Caracas de los años ochenta, hace que sus pensamientos evoquen su
historia con la única mujer que amó profundamente:
Corría el año de 1980. Ricardo
recorrió, como otras veces, muchos kilómetros de carretera para ver a su amada.
Como empezó muy joven su carrera universitaria, ya faltaban pocos meses para
graduarse, así que ese día estaba muy feliz por tan anhelado encuentro. Aunque se sentía un poco avergonzado,
porque el regalo que le llevaba era un poema de su autoría y un simple pañuelo,
con una rosa y las iniciales de ella, bordados por las manos de su madrina,
persona a quien él quería mucho y era su fiel confidente de todo el amor que
sentía por su prometida.
Verdaderamente, estaba enamorado. Ella no.
Margareth vivía con su madre y su hermano. Su padre había muerto cuando
apenas era una niña. A pesar de decir que también amaba a Ricardo, su gélido
corazón demostró todo lo contrario.
Ese día 15 de enero, el mundo de
Ricardo se desplomó por completo. Como siempre, de lejos divisó la ventana de
la casa de su amada. Ese día la ventana estaba cerrada. Su corazón palpitaba,
pero esta vez de miedo. La distancia hasta la puerta se le hizo eterna.
Tocó tres veces, hasta que abrió la madre de aquella insensible mujer.
─Ella no está –le dijo seriamente.
─¿No está?, ¿acaso está enferma? ─interrogó Ricardo con un nudo en la garganta.
─No… o quizá sí, enferma del alma. Se fue con otro.
Y le cerró la puerta.
Ricardo sentía que su cuerpo se
desvanecía lentamente, un dolor desconocido apretujaba su pecho con
inclemencia. Como pudo, se fue caminando hacia el muro, único testigo de su
idilio y de sus promesas. Sacó el pañuelo que traía para aquella mujer, lo olió,
lo besó, lo estrujó en sus manos, hasta que lo lanzó a un manantial que estaba
cerca. Extrajo el poema, lo rompió a pedacitos y lo lanzó al viento.
Pasaron muchísimos años, Ricardo y
Margareth se encontraron nuevamente. No hubo palabras, sólo miradas. El corazón
de él palpitaba fuertemente; el de ella, inmutable, frío.
Un joven irrumpe los pensamientos de este noble señor: ─Papá, dice mi
mamá que vengas, que ya la comida está servida.
─Gracias, hijo. Ya voy.
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