Caída del cielo
Una tarde el pueblo quedó paralizado ante la presencia de ángeles que descendían del cielo. Como lluvia caían sobre los lugares menos imaginados, aparecían en las comidas, en las bebidas, en los espejos, en las almohadas; estos ángeles eran tan diminutos que adornaban cual zarcillos las orejas de algunos de sus habitantes. Todo el pueblo estaba confundido; pocos reían, algunos cantaban, muchos lloraban, muchísimos murmuraban.
José Javier, el joven más valiente
y ágil del poblado, recordó a una anciana muy sabia a quienes todos acudían
ante cualquier hecho extraño. Corrió mucho hasta llegar a la humilde casa de
doña Graciela.
—¡Voy, voy!, ¿quién toca tan
apurado?
—Soy yo, doña Graciela. Ábrame, por favor.
—Ah, eres tú José Javier.
Paciencia hijo, cuéntame, ¿qué te trae por acá?
—Doña Graciela, ¿no los ha visto?—,
dijo el muchacho.
—¿A quiénes hijo, a quiénes?—,
respondió la anciana.
—A unos ángeles muy diferentes
de lo que a mí me habían contado… se encuentran dispersos por todos los
alrededores… son muy pequeños, pero muy resplandecientes...—relataba el joven
con una respiración entrecortada hasta que fue interrumpido por la noble
anciana.
—Calma, José Javier, las premuras de juventud suelen ser peligrosas. Tómate este vaso
de agua y luego prosigues con la historia.
Después de ingerir el líquido, el muchacho agradeció el gesto
y continuó narrando.
—Gracias, Doña Graciela. Usted como siempre tan amable y amorosa. Como le decía, esos
ángeles al abrir sus alas dejan su estela cautivadora. Ante este maravilloso
hecho, todos estamos muy asombrados, pero no entendemos qué sucede. Por esto
vine hasta acá para que nos ayude.
Doña Graciela, una de las más
antiguas habitantes del pueblo, con mucho discernimiento y comunión celestial,
propios de su edad, demostrados mediante sus palabras y sus
acciones, le recordó que las personas de aquel pueblo tienen rasgos
particulares: pocos ríen, algunos cantan, muchos lloran y millones murmuran.
Los que ríen siempre andan con una rosa en la mano, por lo tanto, siempre
brillan; los que cantan tienen unas orejas grandotas, lo que significa búsqueda
de prudencia y asertividad; los que lloran se dan golpes de pechos unidos a
constantes quejas y los que murmuran tienen una piedra en su mano, siempre
distantes y fríos como el Polo Norte.
—Entonces,
muchacho, ¿a qué crees que vinieron estos querubines? —interrogó
la anciana mientras se disponía a contemplar el horizonte desde su ventana.
Ante la inesperada interrogante
por respuesta de doña Graciela, José Javier miró el vaso de agua que recién
había tomado.
La anciana, sin dejar de
contemplar el horizonte, le dijo: —Hijo mío, el agua es vida. Mira cómo es de cristalina, de
transparente. Así que ante una situación difícil, solo detente y hasta que no
estés seguro, no avances. Una vez que tengas todo claro, podrás tomar
decisiones afortunadas.
El muchacho recorrió las calles y a su paso hallaba
risas, llantos, quejas y murmuraciones. Se acercó a Raniel, quien le contaba
que sentía muchas cosquillas en su cuerpo cada vez que le hablaban con ternura,
con dulzura y con amor, o cuando leía historias divertidas. Una luz
resplandeciente salía de sus ojos que solo José podía percibir.
Siguió caminando y se encontró
con Daniel. Tenía unas orejas muy grandes, pero de las cuales se sentía muy a
gusto, ya que gracias a ellas podía escuchar el sonido del viento, la risa de
un niño, el dolor de un amigo o la ayuda de alguien necesitado. Así que todas
las mañanas se limpiaba sus orejas con entusiasmo. El joven valiente pudo
apreciar como dos diminutas lucecitas brillaban en cada lóbulo de las orejas de
Daniel.
Luego se topó con Faniel, un
joven con un rostro amargo y endurecido y, aunque sus facciones resultaban
atractivas, su estado de ánimo le afeaba el rostro. Este solo expresaba
quejidos y le decía que le molestaba mucho la risa de aquel, las orejas del otro,
las voces de aquellos. Hasta le pidió al valiente José Javier que se marchase,
ya que su presencia le irritaba. Apenas una luz chiquitita se observaba en su
pecho.
Más adelante, el muchacho se
tropezó con Ganiel, un ser que hablaba un lenguaje muy extraño, incomprensible
para los demás, pero descifrable para José Javier. El
muchacho podía comprender que Ganiel no hacía más que hablar de los otros, que
si fulanito es tal cosa… que menganito era un… que zutanito fue tal como… y cada
vez que abría la boca una luz tenue se apreciaba en su lengua, la cual
desaparecía velozmente. En fin, cada vez que él hablaba, José Javier sentía una
pedrada en la punta de su nariz, en un ojo, en la mano, en su pecho.
El muchacho se quedó silencioso
y meditabundo con todo lo visto, mientras una luz centelleante salía de sus
ojos. Corrió al pozo del pueblo y se trajo una pimpina repleta de agua.
Se acercó a Raniel, le dio dos
dedos de agua, suficientes para que la luz de sus ojos se expandiera por todo
su cuerpo. A Daniel le cedió medio vaso de agua y pudo ver como muchos ángeles
en forma de notas musicales salían de sus orejas y arropaban al resto de los
habitantes con sonidos melodiosos. A Faniel le ofreció un
vaso completo de agua, de inmediato su corazón comenzó a abombarse de luz y
muchos destellos salían en forma relampagueante, al mismo tiempo que su rostro
se rejuvenecía y la hermosura resaltaba sus facciones. A Ganiel le entregó dos
vasos de agua y de su lengua comenzó a desprenderse pedacitos de cristal que se
convertían en hermosos ángeles que abrían sus hermosas alas y acariciaban a los
pobladores.
José Javier se tomó el agua
restante y todo su cuerpo comenzó a brillar hasta el infinito, hasta el
horizonte.
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