martes, 7 de agosto de 2018

Caída del cielo (Cuento)




Caída del cielo



     Una tarde el pueblo quedó paralizado ante la presencia de ángeles que descendían del cielo. Como lluvia caían sobre los lugares menos imaginados, aparecían en las comidas, en las bebidas, en los espejos, en las almohadas; estos ángeles eran tan diminutos que adornaban cual zarcillos las orejas de algunos de sus habitantes. Todo el pueblo estaba confundido; pocos reían, algunos cantaban, muchos lloraban, muchísimos murmuraban.
José Javier, el joven más valiente y ágil del poblado, recordó a una anciana muy sabia a quienes todos acudían ante cualquier hecho extraño. Corrió mucho hasta llegar a la humilde casa de doña Graciela.
—¡Voy, voy!, ¿quién toca tan apurado?
 —Soy yo, doña Graciela. Ábrame, por favor.
—Ah, eres tú José Javier.  Paciencia hijo, cuéntame, ¿qué te trae por acá?
—Doña Graciela, ¿no los ha visto?—, dijo el muchacho.
—¿A quiénes hijo, a quiénes?—, respondió la anciana.
—A unos ángeles muy diferentes de lo que a mí me habían contado… se encuentran dispersos por todos los alrededores… son muy pequeños, pero muy resplandecientes...—relataba el joven con una respiración entrecortada hasta que fue interrumpido por la noble anciana.
 —Calma, José Javier, las premuras de juventud suelen ser peligrosas. Tómate este vaso de agua y luego prosigues con la historia.
 Después de ingerir el líquido, el muchacho agradeció el gesto y continuó narrando.
—Gracias, Doña Graciela. Usted como siempre tan amable y amorosa. Como le decía, esos ángeles al abrir sus alas dejan su estela cautivadora. Ante este maravilloso hecho, todos estamos muy asombrados, pero no entendemos qué sucede. Por esto vine hasta acá para que nos ayude.
Doña Graciela, una de las más antiguas habitantes del pueblo, con mucho discernimiento y comunión celestial, propios de su edad,  demostrados mediante sus palabras y sus acciones, le recordó que las personas de aquel pueblo tienen rasgos particulares: pocos ríen, algunos cantan, muchos lloran y millones murmuran. Los que ríen siempre andan con una rosa en la mano, por lo tanto, siempre brillan; los que cantan tienen unas orejas grandotas, lo que significa búsqueda de prudencia y asertividad; los que lloran se dan golpes de pechos unidos a constantes quejas y los que murmuran tienen una piedra en su mano, siempre distantes y fríos como el Polo Norte. 
—Entonces, muchacho, ¿a qué crees que vinieron estos querubines? —interrogó la anciana mientras se disponía a contemplar el horizonte desde su ventana.
Ante la inesperada interrogante por respuesta de doña Graciela, José Javier miró el vaso de agua que recién había tomado.
La anciana, sin dejar de contemplar el horizonte, le dijo: —Hijo mío, el agua es vida. Mira cómo es de cristalina, de transparente. Así que ante una situación difícil, solo detente y hasta que no estés seguro, no avances. Una vez que tengas todo claro, podrás tomar decisiones afortunadas.  
 El muchacho recorrió las calles y a su paso hallaba risas, llantos, quejas y murmuraciones. Se acercó a Raniel, quien le contaba que sentía muchas cosquillas en su cuerpo cada vez que le hablaban con ternura, con dulzura y con amor, o cuando leía historias divertidas. Una luz resplandeciente salía de sus ojos que solo José podía percibir. 
Siguió caminando y se encontró con Daniel. Tenía unas orejas muy grandes, pero de las cuales se sentía muy a gusto, ya que gracias a ellas podía escuchar el sonido del viento, la risa de un niño, el dolor de un amigo o la ayuda de alguien necesitado. Así que todas las mañanas se limpiaba sus orejas con entusiasmo. El joven valiente pudo apreciar como dos diminutas lucecitas brillaban en cada lóbulo de las orejas de Daniel. 
Luego se topó con Faniel, un joven con un rostro amargo y endurecido y, aunque sus facciones resultaban atractivas, su estado de ánimo le afeaba el rostro. Este solo expresaba quejidos y le decía que le molestaba mucho la risa de aquel, las orejas del otro, las voces de aquellos. Hasta le pidió al valiente José Javier que se marchase, ya que su presencia le irritaba. Apenas una luz chiquitita se observaba en su pecho. 
Más adelante, el muchacho se tropezó con Ganiel, un ser que hablaba un lenguaje muy extraño, incomprensible para los demás,  pero descifrable para  José Javier. El muchacho podía comprender que Ganiel no hacía más que hablar de los otros, que si fulanito es tal cosa… que menganito era un… que zutanito fue tal como… y cada vez que abría la boca una luz tenue se apreciaba en su lengua, la cual desaparecía velozmente. En fin, cada vez que él hablaba, José Javier sentía una pedrada en la punta de su nariz, en un ojo, en la mano, en su pecho.
El muchacho se quedó silencioso y meditabundo con todo lo visto, mientras una luz centelleante salía de sus ojos. Corrió al pozo del pueblo y se trajo una pimpina repleta de agua.
Se acercó a Raniel, le dio dos dedos de agua, suficientes para que la luz de sus ojos se expandiera por todo su cuerpo. A Daniel le cedió medio vaso de agua y pudo ver como muchos ángeles en forma de notas musicales salían de sus orejas y arropaban al resto de los habitantes con sonidos melodiosos. A Faniel le ofreció un vaso completo de agua, de inmediato su corazón comenzó a abombarse de luz y muchos destellos salían en forma relampagueante, al mismo tiempo que su rostro se rejuvenecía y la hermosura resaltaba sus facciones. A Ganiel le entregó dos vasos de agua y de su lengua comenzó a desprenderse pedacitos de cristal que se convertían en hermosos ángeles que abrían sus hermosas alas y acariciaban a los pobladores.
José Javier se tomó el agua restante y todo su cuerpo comenzó a brillar hasta el infinito, hasta el horizonte.

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