Las
mariposas
El mar se
cubrió de mariposas doradas y plateadas que revoloteaban armoniosamente desde
el centro de las aguas hasta la orilla de una de las playas más concurridas.
Llegaron los bañistas y no pudieron disfrutar del mar, puesto que los rayos del
sol se reflejaban en estos hermosos insectos y encandilaban las miradas
atónitas de las personas que se encontraban en aquel lugar.
—¿Pero, qué ha
ocurrido? —se preguntaban todos. Y así, entre incertidumbre y murmuraciones los
visitantes no podían deleitarse en su día de descanso.
─Entonces, ¿nos
quedaremos aquí parados? ¡Hay que desaparecerlas!
Antonio, otro
de los visitantes, dijo: —¿Qué locura dices? No hay que negar la hermosura
de estas mariposas jamás vistas. Mira cómo la gente no para de tomarles fotos.
─Pues a mí no
me interesa, yo vine a disfrutar de mis vacaciones y no es posible que unas
simples mariposillas se atrevan a impedírmelo —dijo el hombre en un tono
airado.
─¡No me iré! La
playa no es sitio para ellas, ya verán.
El
hombre ofuscado comenzó a lanzarle piedras a las mariposas. En ese instante las
demás personas comenzaron a gritarle: —¡Estás loco!, ¡detente!, ¡márchate
de aquí!
Ante
cada lanzada, una lágrima rodaba por cada una de sus mejillas, a la vez que
gritaba: —¡Por mi mamá!, ¡por mi hija!, ¡por Amanda! El hombre no pudo
seguir con su actitud agresiva, ya que cada vez que lanzaba una piedra
aparecían más mariposas danzando, cada vez más bellas y deslumbrantes.
De esta manera,
el hombre no pudo soportar el reluciente espectáculo, irrumpió en llanto, se
marchó cabizbajo y con el corazón mordido por su propio resquemor.
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