El tobogán del cielo
A Alexmar Nazareth T, una niña que juega
seriamente divertida.
Una tarde, luego de una refrescante lluvia,
salimos a jugar al patio de mi casa. De repente, nos sorprendió la imagen de un
colosal arcoíris. Tal impactó nos causó, que todos queríamos saber qué había en
la otra punta de aquella grandiosa curva multicolor y acordamos vivir la
aventura de recorrerla.
Cerramos los ojos y estrechamos
nuestras manos para emprender nuestro viaje. Entre nubes con formas de
elefantes, perros, lámparas y barcos, fuimos ascendiendo.
Ya cerca de alcanzar la punta inicial del
arcoíris, comenzó nuestra preocupación porque no veíamos a Naza y convenimos
esperarla, hasta que llegó algo presurosa y la interrogamos por su breve
tardanza.
Ella, muy seriamente, respondió: ─Es que fui a buscar mi cohete, para llegar
más rápido, pero me tardé un poco porque no encontraba la llave de mi garaje
espacial.
Todos
reímos ante semejante ocurrencia. La reacción de Naza no se hizo esperar: ─¡No se rían! ¿Estamos jugando o no? ¡Si digo
que tengo un cohete, es porque lo tengo!
Reinó un
breve silencio y sumergidos en un instante de reflexión, nos dimos cuenta que
Naza hablaba en serio y tenía razón.
Y
agregó: ─Y además, lo estacioné en aquella nubesota. ¿Entendido?
Ante
aquella poderosa e indiscutible afirmación, decidimos continuar nuestra
travesía.
Empezó
por fin el ascenso. Nuestros rostros evidenciaban admiración, sorpresa, dicha…
ante aquel extraordinario espectáculo que nos brindaba la naturaleza.
A medida
que subíamos, más allá de ver qué había en aquel monumento natural, súbitamente
comenzamos a experimentar gratas sensaciones que nos llevaron a exclamar:
─¡Cualquiera se volvería un poeta o un pintor si estuviera aquí!
─¡Qué alborozo tiene mi alma!
─¡La creatividad no tiene límites!
─¡La voluntad nos impulsa!
─¡Si tenía algún malestar, ya se ha disipado!
─¡He descubierto el amor!
─¡Qué tobogán tan regocijante!
Al escuchar la palabra tobogán, se incrementó
el júbilo del que estábamos impregnados y gritamos: ─¡Ahora!
Y comenzamos a deslizarnos con gran ímpetu
hasta llegar a la otra punta. Caímos sobre esponjosas nubes cuyo deleite era
indescriptible. Nos quedamos así, acostados sobre aquellas motas de algodón,
hasta que cubierta nuestra curiosidad al encontrarnos con nubes similares a las
que ya conocíamos, decidimos regresar.
Naza nos preguntó con firmeza: ─¿Quieren que nos regresemos en mi cohete?
Pensamos que sería una buena idea. Y no por
flojera, o por no repetir la experiencia de deslizarnos por aquel hermoso
arcoíris, que en cualquier otro momento podíamos hacerlo, sino por conocer el
cohete de nuestra querida Naza. Así que le dijimos que sí, pero surgió la
interrogante de cómo buscarlo si estaba aparcado del otro lado.
Su contundente respuesta era de esperarse: ─Mi cohete ya está informado telepáticamente de
que hemos culminado nuestro viaje. Así que en un instante estará aquí.
Nos tomamos de las manos, esperamos unos
breves segundos, hasta que fuimos entrando en aquel vehículo espacial. Naza nos
fue indicando los asientos y el uso del cinturón de seguridad. Nuestros rostros
expresaban gran asombro ante aquel extraño, pero espléndido medio de
transporte.
Fuimos descendiendo en un profundo silencio,
un leve vértigo se apoderó de nosotros, hasta que el olor a tierra mojada nos
advirtió que ya estábamos de vuelta en el patio de mi casa. Abrimos los ojos y
de inmediato, entre risas y palmoteos, mirábamos al grandioso arcoíris cuyos
colores se iban desvaneciendo, en señal de que ya había cumplido su labor por
ese día y, a medida que se difuminaba, nos regalaba una sonrisa cómplice de
aquella tarde tan divertida.
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