lunes, 27 de agosto de 2018

El tobogán del cielo (Cuento)


El tobogán del cielo

A Alexmar Nazareth T, una niña que juega seriamente divertida.

Una tarde, luego de una refrescante lluvia, salimos a jugar al patio de mi casa. De repente, nos sorprendió la imagen de un colosal arcoíris. Tal impactó nos causó, que todos queríamos saber qué había en la otra punta de aquella grandiosa curva multicolor y acordamos vivir la aventura de recorrerla.
 Cerramos los ojos y estrechamos nuestras manos para emprender nuestro viaje. Entre nubes con formas de elefantes, perros, lámparas y barcos, fuimos ascendiendo.
Ya cerca de alcanzar la punta inicial del arcoíris, comenzó nuestra preocupación porque no veíamos a Naza y convenimos esperarla, hasta que llegó algo presurosa y la interrogamos por su breve tardanza.
Ella, muy seriamente, respondió: Es que fui a buscar mi cohete, para llegar más rápido, pero me tardé un poco porque no encontraba la llave de mi garaje espacial.
            Todos reímos ante semejante ocurrencia. La reacción de Naza no se hizo esperar: ¡No se rían! ¿Estamos jugando o no? ¡Si digo que tengo un cohete, es porque lo tengo!
            Reinó un breve silencio y sumergidos en un instante de reflexión, nos dimos cuenta que Naza hablaba en serio y tenía razón.
            Y agregó: Y además, lo estacioné en aquella nubesota. ¿Entendido?
            Ante aquella poderosa e indiscutible afirmación, decidimos continuar nuestra travesía.
            Empezó por fin el ascenso. Nuestros rostros evidenciaban admiración, sorpresa, dicha… ante aquel extraordinario espectáculo que nos brindaba la naturaleza.
            A medida que subíamos, más allá de ver qué había en aquel monumento natural, súbitamente comenzamos a experimentar gratas sensaciones que nos llevaron a exclamar:
¡Cualquiera se volvería un poeta o un pintor si estuviera aquí!
¡Qué alborozo tiene mi alma!
¡La creatividad no tiene límites!
¡La voluntad nos impulsa!
¡Si tenía algún malestar, ya se ha disipado!
¡He descubierto el amor!   
¡Qué tobogán tan regocijante!
Al escuchar la palabra tobogán, se incrementó el júbilo del que estábamos impregnados y gritamos: ¡Ahora!
Y comenzamos a deslizarnos con gran ímpetu hasta llegar a la otra punta. Caímos sobre esponjosas nubes cuyo deleite era indescriptible. Nos quedamos así, acostados sobre aquellas motas de algodón, hasta que cubierta nuestra curiosidad al encontrarnos con nubes similares a las que ya conocíamos, decidimos regresar.
Naza nos preguntó con firmeza: ¿Quieren que nos regresemos en mi cohete?
Pensamos que sería una buena idea. Y no por flojera, o por no repetir la experiencia de deslizarnos por aquel hermoso arcoíris, que en cualquier otro momento podíamos hacerlo, sino por conocer el cohete de nuestra querida Naza. Así que le dijimos que sí, pero surgió la interrogante de cómo buscarlo si estaba aparcado del otro lado.
Su contundente respuesta era de esperarse: Mi cohete ya está informado telepáticamente de que hemos culminado nuestro viaje. Así que en un instante estará aquí.
Nos tomamos de las manos, esperamos unos breves segundos, hasta que fuimos entrando en aquel vehículo espacial. Naza nos fue indicando los asientos y el uso del cinturón de seguridad. Nuestros rostros expresaban gran asombro ante aquel extraño, pero espléndido medio de transporte.  

Fuimos descendiendo en un profundo silencio, un leve vértigo se apoderó de nosotros, hasta que el olor a tierra mojada nos advirtió que ya estábamos de vuelta en el patio de mi casa. Abrimos los ojos y de inmediato, entre risas y palmoteos, mirábamos al grandioso arcoíris cuyos colores se iban desvaneciendo, en señal de que ya había cumplido su labor por ese día y, a medida que se difuminaba, nos regalaba una sonrisa cómplice de aquella tarde tan divertida.


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