domingo, 23 de junio de 2024

Luna de otoño

 

Luna de otoño

Esa mañana de otoño se entregó con vehemencia a la lectura de aquel libro, del que estaba segura le daría pistas sobre aquello que desde hacía mucho tiempo la inquietaba. Lo inesperado fue el trance emotivo en que la dejaría aquella historia tan conmovedora, tan cercana, tan movilizadora. Acabó la lectura, dejó el libro a un costado de su cama, emergieron las lágrimas y su gatita, al verla llorar, se acercó a mimarla con besos gatunos. Se acurrucaron y quedaron abrazadas hasta que cesó el llanto. Se levantó decidida a cumplir el plan trazado la noche anterior: iría al camposanto más grande de la ciudad de Buenos Aires, del que se enteró que su fundación se debió a la peor epidemia de fiebre amarilla que azotó la capital en el año 1871

Salió a la calle envuelta en una amalgama de emociones y, a pesar de su conmoción interna, hizo el ejercicio de mirar con atención el rostro de cada una de las personas que transitaban a su alrededor.

—A alguna persona le debe gustar esa nariz. A alguien le puede atraer esos ojos. A otros esas mejillas; a otras esos labios, o esas orejas, y así su mirada fragmentada se dirigía de un rostro a otro.

—Si la belleza pudiera verse en pedazos, el mundo sería mejor, creo. Hay tanta belleza por doquier.

Así estuvo elucubrando hasta que llegó a la estación del subte. Durante el viaje, respondió los mensajes del wasap para luego olvidarse del celular por algunas horas.

Al salir de la estación Federico Lacroze, miró la imponente fachada de la entrada principal del cementerio. Agilizó los pasos al saber que contaba con poco tiempo para visitar el mausoleo de Alfonsina Storni y acudió a su celular para ayudarse con Google Maps, ya que el personal de vigilancia desconocía dónde se hallaba la tumba de la escritora argentina. Lo entendió sin prejuicio alguno y entró.

Al ver aquellos suntuosos mausoleos y tantas calles, se sintió tan diminuta como perdida pero, a pesar de eso, siguió adelante.

—Disculpa, ¿conoces el lugar? —le preguntó a una chica que salía del camposanto.

—No mucho. Recién lo estoy conociendo. Pero ya están cerrando. ¿Cómo te dejaron entrar?

—Porque son las cuatro y el cementerio cierra a las cinco —le respondió.

—Ah, vine a visitar la tumba de Gustavo Cerati y me dijeron que en breve cerraban. Quizás se referían al horario de ese mausoleo. Entonces puedo quedarme un poco más. Si querés, te acompaño. ¿A dónde vas?

—¡Gracias! ¡Voy a la tumba de Alfonsina Storni!—contestó con mucho alivio, sabía que al estar acompañada, el recorrido sería más fácil.

—¿Tomás mate? —la interrogó sonriente y cortés.

—¡Sí! —respondió con la sorpresa de jamás imaginarse conocer y recorrer aquel lugar acompañada de un mate.

Por momentos, ella miraba el servidor de mapas, pero quien llevaba la certeza hacia donde iban era la dueña del mate. Era notorio que se manejaba muy bien con esta aplicación.

—¿Cómo te llamas?

—Amaranta, ¿y vos?

—Dulce

—¿Dulce? Qué nombre tan dulce.

—Gustos de mi mamá —y pensó qué estaría haciendo su madre en ese momento.  

Y así, entre charla y mate caminaron hasta que…

—¡Allí está! —exclamó al ver “Alfonsina Storni. Poeta”.

Amaranta la ayudó a leer las primeras líneas del texto “Exaltación”, escrito por el hijo de Alfonsina para su madre y que estaba expuesto junto a uno de los jarrones con flores que adornaban la tumba. Luego, la chica se apartó diciéndole que la dejaría sola por un momento, gesto que sólo puede ser impulsado por el sentido de la prudencia.

Dulce se quedó mirando cada detalle: la fotografía, las flores y el manto blanco que cubría el féretro, al mismo tiempo que reflexionaba: 
—La muerte como liberación, ¿liberación?... ¿Qué dolor tan profundo te condujo a esto?... Tu mausoleo debería estar más bonito.

Faltaban minutos para la hora de cierre y los mosquitos atípicos en época de frío apresuraban la partida. Caminaron hasta la avenida principal, mientras que la luna vestida de otoño se asomaba lentamente. Se despidieron.  

Dulce discurrió en tantas cosas que pueden sentirse bajo aquella luz de luna otoñal. Entró al subte y halló asiento. Un niño cantaba rap mientras otro pequeño sostenía un enorme parlante. El volumen de la pista atenuaba la débil voz del infante, por lo que sólo se le entendían algunas frases. Ella se preguntaba dónde estaban los padres de estos niños que, de seguro, era una interrogante en común de muchos de los que viajaban en ese vagón, sus miradas expectantes así lo evidenciaban.

Otro usuario acompañaba el canto infantil con su tambor candombero. Dulce tuvo la sensación de que el hombre estaba bajo un efecto narcótico por sus ojos enrojecidos y la mirada perdida. Este hombre le pidió otra canción al pequeño, quien cedió. Hubo una segunda solicitud, pero el niño que llevaba el parlante le respondió que se les hacía tarde.

—¿Querés tocar el tambor y cantar a la vez? ¿Podemos vernos mañana? —preguntó el candombero mientras le indicaba un punto de encuentro.

Dulce tuvo la impresión de estar ante un momento surrealista. ¿Dónde estaban los protectores de estos pequeños? ¿Quizás estaban allí en anonimato, o realmente ellos andaban solos? A su salida, lo reportaría con el personal del subte.

Una persona en estado de miseria y embriaguez —a quien llamaremos Solano— sentado al lado del candombero, cada tantos segundos emitía un fuerte alarido que denotaba un profundo dolor, a la vez, balbuceaba la letra de una canción: “Tal vez, será que esta his…”. Ella completó la frase en su cabeza: “Será que esta historia no tiene final. Yo, por mi parte…”, pensó en Ricky Martin y sonrió.

En la próxima estación se subió un joven pedigüeño alegando que su mujer estaba embarazada, que necesitaban doce mil pesos para pagar la habitación en la que vivían. Solano le dio veinte pesos, como hizo también con los pequeños, a quienes les había dado cincuenta pesos, revisó sus bolsillos y contó 6700 pesos.

Dulce observaba toda la escena con mucha compasión, y al ver que Solano tenía más pesos que ella, sonrió de pena.  

—¿De qué es ese tambor? —preguntó inesperadamente una pasajera de cabellos amarillos al dueño del tambor.

—De candombe.

—¿Desde cuándo tocás?

—Desde hace como quince años.

—¿Te enseñó alguien o aprendiste solo?

—Aprendí más solo que acompañado.

—¿Es pesado?

—No tanto.

Faltaba poco para la siguiente estación, acto seguido el candombero se acercó a la puerta, le hizo un gesto a la mujer para que viniera con él; ella se levantó y lo siguió.

—Tantas cosas pueden suceder bajo una luna de otoño —caviló Dulce.

Llegó a la estación de destino y recordó toda la conmoción vivida desde el momento en que había terminado de leer el libro hasta la visita al camposanto. A esto se sumaban todas las sensaciones experimentadas en el subte con los niños raperos, el candombero, Solano, el pedigüeño y la mujer de cabellos amarillos. Pensaba en las carencias de cada uno de ellos, en sus heridas, en sus dolores, especialmente en los gritos de Solano. Para Dulce, todo esto fue el reflejo de dolores propios y ajenos.

Al salir de la estación, miró el cielo y vio esa luna otoñal, vestida con ese hermoso resplandor que iluminaba el cielo nocturno. —Es la misma luna para todos —meditó.

Querida luna,
ayuda a Solano a calmar su dolor,
motiva a ese joven a buscar y hallar trabajo,
ampara a esos niños raperos
¡y qué pronto tengan protección!
Guía al candombero a recuperar su mirada lúcida,
a la chica de cabellos amarillos… no sé, tú sí lo sabes, ayúdala.
Luna, lunita,
¡qué bella estás!
Quisiera quedarme un rato más,
mirándote, contemplándote,
pero ya es muy tarde,
este frío otoñal casi invernal
sacude mis sentidos hasta el más allá.

 

 Entró a casa y mientras acariciaba a su amorosa gatita, sonó el timbre.

—¿Quién es? —preguntó muy intrigada.

—Soy Amaranta.

Pensó en la historia del libro que la había conmovido en la mañana, tomó las llaves y abrió la puerta.

—Tantas cosas pueden suceder bajo esta luna de otoño, Amaranta, ¿cierto?

—Muy cierto, Dulce. ¿Nos tomamos un mate?

Fin, que puede ser un inicio.

Esta historia también pudiera llamarse
“Retrato ¿anecdótico? de un día no cualquiera”.
Se lo dejo a los lectores.

 

 


domingo, 17 de marzo de 2024

LAS ROSAS

 


LAS ROSAS

            Esa noche disfrutaba de un mate sentada en su butaca, pensaba en la rutina del día. Pensaba en él, en que no lo vería por muchos días por sus obligaciones laborales. Mejor para ella, ambos sabían que la débil relación pronto terminaría. A sus 37 años, anhelaba su libertad. Se quedó mirando su pequeña biblioteca y se fijó en un libro de cuentos de ficción que le había obsequiado su madrina en su infancia y que ella conservaba con mucho recelo. Se levantó, tomó el libro y volvió a su butaca.

Leyó:

Hace millones de años, un duende muy egoísta se autoproclamó dueño de una aldea muy florecida. En ese lugar, algunos duendecillos eran buenos; otros malos. Los bondadosos acariciaban las rosas; en cambio, los malvados le arrancaban sus pétalos, e incluso no dejaban que algunas crecieran. Muchos sabían de esta situación, pero preferían callarlo, tenían mucho miedo del duende creído “amo”. Muchas de ellas preferían no abrirse, mantenerse como un capullo, a pesar de eso, muchos duendes malos las obligaban a abrirse.

            Detuvo la lectura, sintió como su pecho comenzaba a latir cada vez más rápido. Y murmuraba: ¿Qué me sucede? Cayó en cuenta que este relato le había removido un recuerdo que yacía dormido en su memoria desde hace muchos años.

 

            Recordó como de niña ese duende la asfixiaba, la paralizaba durante muchas lunas. Una noche creyó verlo, o ver su sombra. Era enano, así como un duende. Por eso, a la mañana siguiente, decidió contar lo sucedido:

—Creo que vi un duende… se acercó, yo no podía respirar… fue una pesadilla.

—Ese era un duende de los malos. Así que echaremos agua bendita para que no vuelva más —fue la respuesta que obtuvo.

—Pero, ¿hay duendes bueno?—preguntó.

—Sí, sí los hay.

—¿Y dónde están?

—No lo sé. Quizás en el cielo, o en algún lugar desde donde te cuidan.

—¡Ah!— dijo en voz baja, y poco convencida.

    Se dirigió a casa de su madrina buscando otras respuestas.  

—¡Hola, pequeña! ¿Qué te trae por aquí?

—¡Hola, madrina! ¿Por qué hay duendes buenos y duendes malos?

—Me toma por sorpresa tu pregunta. ¿Por qué..? Porque la bondad y la maldad existen desde la creación del mundo. Espera un momento. Ya regreso.

            A ella le encantaba visitar la casa de su madrina porque tenía dos perros mestizos adorables; tres gatos, dos juguetones y uno muy comelón; además de objetos raros, plantas y muchos libros. Caminó hacia uno de los rincones y se halló frente a una lámpara antiquísima, pero lo que más llamó su atención fue un ramo de rosas disecadas, algunas abiertas, otras cerradas; y se preguntó —¿Por qué estarán así?

            En el momento en que se preguntaba por la apariencia de estas rosas, apareció su madrina con un libro rojo titulado en letras doradas.

—Ven, pequeña, acércate.

            Se sentaron alrededor de una mesa, ella en una butaca más alta que le disponía su madrina cada vez que la visitaba.

            Allí, juntas, leyeron página a página la historia de aquel pueblo de duendecillos.

            Luego de escuchar esta historia, la niña se quedó pensativa, mientras unas lágrimas rodaban por sus mejillas.

            —¿Qué te sucede, pequeña?

            —No me gustan esos duendes malos.

            —¿Por qué, ahijada?

            —Porque un duende malo me asfixia colocando su mano en mi boca. Eso me da mucho miedo y tengo pesadillas.

            —Ah… ¿y contaste eso en casa?

            —Sí…

            —¿Qué te dijeron?

            —Que era un duende malo y que echarían agua bendita para que se fuera.

            Su madrina la abrazó y la miró a los ojos: —Iremos a tu casa a hablar de ese duende, ¿sí? Y toma el libro, es para ti. Te lo regalo.

            La niña abrazó el libro con mucha emoción, a la vez, movió la cabeza en señal de acuerdo de ir a su casa, aunque un poco asustada.

            Luego de esta visita, no hubo más axfixias ni pesadillas con el duende malo, ni se habló más del tema en casa.

             

            Al rememorar todo este episodio vivido con su madrina, retomó la lectura.

A escondidas, las rosas conversaban en susurros:

            —¿Ya te abriste?

—Sí, pero no me gusta. Sólo lo hago porque me obligan.

—A mí tampoco, me duele mucho.

—Esos duendes son muy peligrosos.

Y así hablaban entre ellas, hasta que se acercaba el duende celador, y por miedo a que las escucharan, preferían callar ante su presencia.

—¿Y qué les parece si nos unimos y gritamos hasta que nos escuchen en otras aldeas?—dijo una de ellas.

—¡Es verdad! Aprovechemos que el vigilante se alejó.

Poco a poco, voces sutiles y armoniosas, a la vez, un poco misteriosas, musitaban palabras en un idioma sólo entendibles para ellas. Ese canto unísono, en una especie de coral angelical, fue elevándose hasta convertirse en un grito que fue escuchado en otras aldeas. Fue tanta la conmoción que generó este coro, que los habitantes fueron uniéndose y acercándose a la aldea muy florecida porque querían conocer de quiénes eran esas voces tan hermosas y qué significaba su clamor.

Cuando los duendes malvados se dieron cuenta de tal situación, no pudieron hacer nada, ya que la masa de aldeanas y aldeanos los tenían rodeados. A esta masa se unieron todas las rosas, quienes con su grito valiente y poderoso, lograron que los duendes malvados se desintegraran poco a poco con su propia maldad hasta que ya no fueron vistos por el resto de los días.

FIN

 

            En este momento, muchas lágrimas rodaban por sus mejillas. —¡Ese duende era de carne y hueso! Me obligaba a abrirme sólo en su jardín oscuro. Esa mano asquerosa me impedía gritar, y su otra mano me inmovilizaba. ¡Esa pesadilla estaba oculta en mi memoria!

            Sintió que ya no era la misma, que había estado en una parálisis emocional sin darse cuenta, en una amargura que le estaba carcomiendo el alma, en una relación sin sentido, sólo por costumbre. Tomó su mate, su libro, fue a juntar sus pétalos para renacer en una rosa más bella y poder abrirse sin esos miedos; y así ayudar a otras rosas a limpiar sus memorias.

 


domingo, 20 de agosto de 2023

Vértigo

 

VÉRTIGO
Una mirada desde el Ser

 

El vértigo significa que la profundidad
que se abre ante nosotros nos atrae,
nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer,
del cual nos defendemos espantados.
Milan Kundera

Dedicado a Hilda Contreras,
un vínculo entrañable.
Siempre la recuerdo, siempre.

 

 

Parte I
El miedo

Una pesadilla detona lágrimas y desesperación. Es como si se desprendiera el techo en mi cabeza y sucumbo ante el miedo. No me hallo, no me siento. Quizás es la sensación que produce lo nuevo, o la nostalgia que ocasiona el anhelo por lo viejo, por lo conocido. No lo sé. Un grito interno me sofoca. Aunque sonrío, la melancolía me quema por dentro y se refleja en la mirada. Esa que pensé que se había liberado de mis ojos, pero que ha vuelto a mí, y la siento pesada.

Me echo a la cama y no quiero levantarme. Es como si se detuviera el tiempo y las pocas ganas de vivir afloran sin compasión. Un llanto seco se detiene en mi garganta. Los pensamientos no lo dejan salir.  Me despojo de lo que he sido, de lo que he hecho, de lo que era, o creía ser, y es allí cuando los velos comienzan a caer con sutileza, con dolor. Un torbellino de emociones me arropa y el vértigo aparece como una ráfaga de viento, se instala en mi ser, no tengo equilibrio. Todo se mueve a mi alrededor, paredes, techo… todo. ¿O es mi cuerpo quien gira? Sí. La cabeza me da vueltas. Así es el vértigo, y con él, mi miedo a lo desconocido regresa repotenciado. 


—¿De qué tienes miedo?
—De todo.
—Sabíamos que no sería fácil, ¿cierto?
—Es verdad.
—¿Qué quieres en este momento?
—Quiero gritar.
—Grita.
—Quiero llorar.
—Llora.
—Quiero volar.
—Vuela.
—¿Y qué hago con lo desconocido?
—Conocerlo.
— ¿Mejor el blanco o el negro?
—Necesitarás de los dos.
— ¿Tengo miedo de caer?
—Y si caes, ¿qué es lo peor que puede pasar?
    (Silencio. Miradas).
—¡Lánzate!

lunes, 31 de enero de 2022

"Así es la vida". Un retrato literario...

 

"Así es la vida"

 

Un retrato literario en honor a  mi madre,
amor puro, amor incondicional.

 

Mi madre se llama Carmen Mireya,
algunos le dicen señora Mireya u otros Mireyita;
nosotros la llamamos mamá y madre bella.
Creyente, noble y muy servicial.
Cuando la necesitamos, siempre está presente.
Si le pides un favor, ¡ay, Dios!
cuenta que tendrás alguna solución
o, al menos, una orientación.
Hablará con conocidos y desconocidos,
hasta lograr el cometido.

 

Salir con mi mamá es cultivar la paciencia.
Es tan estimada que mucha gente la saluda,
y como buena conversadora, responde con facilidad.
Así es mi mamá, cortés y muy respetuosa.
 ¡Buenos días, buenas tardes o buenas noches!
¡Gracias, con permiso, hasta luego, por favor!
Este “por favor” para todo y para todos.
¡Entre muchas frases más!

 

Ella es toda sonrisa, pero cuando se molesta,
ayayay, lo descubres a lo lejos,
su rostro lo manifiesta.
Pero una vez se le pasa el enojo,
sigue dando amor con mucho fervor.

 

Mireyita tiene una memoria extraordinaria
para recordar muchas fechas de cumpleaños
u otras datas de importancia.
—¡Mamá! ¿Y usted cómo recuerda esa fecha?
—Bueno, mi´ja, es que yo anoto, anoto—responde con firmeza.

 

Y ni qué decir de un velorio, rezo o entierro,
allí estará cumpliendo con el familiar, el amigo o el vecino.
Para ella, este acto de acompañamiento tiene un gran valor.
Lo siente como un acto de empatía
en momentos de tristeza, dolor y desesperación.

 

Mi mamá ama la lectura,
y ante una revista, una receta, un periódico o un libro,
no puede contenerse:
—Escuchen esto, mis hijos —.
Y nos lee en voz alta.
La escuchamos, unas veces con ánimo,
otras con desánimo, otras sonreídos. 
Sea cual sea nuestra actitud, ella sigue leyendo.
—Es importante leer, mis hijos,
nos ayuda a comprender muchas cosas de la vida —.

 

 “Así es la vida”, una de sus frases preferidas.
Sea cual sea la situación
se escucha la voz de mi madre: Así es la vida.
En una dificultad: Así es la vida.
En una alegría: Así es la vida.
En una muerte: Así es la vida.
En la vida: Así es la vida.

 

Más allá de lo que cada uno de nosotros
haya comprendido de esta frase.
Más allá de las distintas lecturas
que podamos darle a esta frase.
¡Es la frase en sí!
 ¿Y cómo es la vida?
Como la miremos.
Como la sintamos.
Como la aceptemos.
Como la vivamos.

Madre bella, eres un ejemplo de amor andante,

con tu sonrisa, con tus acciones.
Tus enseñanzas y tu amor
siempre estarán en nuestros corazones.
Agradecemos a la Vida por tu vida,
porque Así es la vida.

 


viernes, 15 de octubre de 2021

El libro mágico de Sarah

 

El libro mágico de Sarah

A la niña Sarah Sevilla,
¡qué la valentía y el amor sean la danza
que mueva tu vida!
 

Una tarde de tareas, Sarah observó como las letras de su cuaderno comenzaron a brillar, al mismo tiempo que se desprendían de las hojas y se suspendían en el aire. Su corazón palpitaba entre el miedo, el asombro y la curiosidad. Intentaba tomar las letras con sus manos, pero se diluían como pompas de jabón. De repente, empezó a danzar al compás del movimiento de las letras en el espacio.

—Sarah, ¿estás bien? —interrogó la maestra.

—Sí, estoy bien… —despabilándose del momento mágico en que se encontraba—.  Maestra, ¿qué sería del mundo sin las letras?

— ¿Sin las letras? A ver… Sería un mundo sin nombres y esto sería un caos. No podríamos comunicarnos. Así que las letras son esenciales porque nos ayudan a construir palabras, a expresar lo que sentimos o pensamos, y a llamar a cada persona, mascota o cosa por su nombre.

—Ah… ¿y cuántas letras existen? —interrogó Sarah, mientras se imaginaba un libro gigante y colorido.

—Nuestro idioma tiene 27 letras. ¿Quieres que repasemos el abecedario? ¿O mejor, si lo cantamos…?

—¿Cantar el abecedario? El abecedario no se canta, se lee… —respondió extrañada la niña.

—Pero podemos inventar un tarareo, ¿te animas? —dijo la maestra.

— ¡Sí! —exclamó la cándida voz.

Entre risas ambas comenzaron a cantar el abecedario, a la vez que improvisaban una coreografía con las manos: — ¡A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K, L, M, N, Ñ, O, P, Q, R, S, T, U, V, W, X, Y, Z!

— ¿Cuáles son las letras que más te gustan, Sarah?

—Todas, aunque mis favoritas son tres: la A por el nombre de mi mami, Andrea; la D por el nombre de mi hermanito, David y la S por mi nombre… ¿Cuántas palabras existen?  

— ¡Miles! Pero es imposible saber exactamente cuántas son. Ahora, para que tengas una idea, en un diccionario de español podemos hallar más de cien mil palabras.

—¡Más de cien mil palabras!  —reaccionó la pequeña.

Sarah suspiró, volvió a cerrar sus ojos y continuó explorando su sentido imaginativo. Aquella tarde de tareas era cada vez más mágica y divertida.

 

La danza le dio impulso para insistir en alcanzar las letras. Lo logró. Ya aquellas no eran como pompas de jabón, sino como motas de algodón. Tuvo todas las letras entre sus manos. Comenzó a jugar y a crear palabras: arcoíris, mascota, David, amor, perro, estrella, Andrea, diccionario, Nano, nube, gato… Y con su ingenuidad, se atrevió a formar otras nuevas: ¡Tichín, mumimor, chentaíta, nubellú, pintalón, gatichú, perritototó…!  

 

—¡Lo logré! Alcancé todas las letras mágicas, pero… ¿cómo haré para escribir  todas las palabras en un libro? ¡Son más de cien mil!

Cuando la maestra iba a responderle sonó el timbre, por lo que la pregunta quedó sin respuesta.

La niña se fue con esa inquietud, mientras imaginaba múltiples formas para escribir su anhelado libro. Al ver a su mamá, la interrogó:

—Mami, quiero escribir un libro gigante con todas las palabras que existen. ¿Me puedes ayudar?

—Claro, hija, pero con todas, todas las palabras, eso está un poco difícil, no cabrían en un libro.

—¿Y si las escribo chiquititas? ¡Mi maestra me dijo que un diccionario puede tener más de cien mil palabras! —expresó la niña con cierta preocupación.

—Chiquititas o grandes, no cabrían, hija, pero qué te parece si primero me dices sobre qué te gustaría escribir. Quizás no necesites las cien mil palabras, sino menos —alentó la madre con una sonrisa y mucha dulzura.

—¡Es cierto, mami! Me gustaría escribir sobre… ¡mi hermanito!

—¡Qué bella! ¿Y qué quisieras contar de tu hermanito?

Ambas se miraron en silencio, con sonrisas cómplices y rebosantes de amor.

—Mami, ¿y si cuento que ya David empezó a hablar? Que dice: “Oh, nooo, titi (tetero), ca (carro) y bucu (chupón)”.

—¡Me parece lindo, hija!

—Mami, ¿y tú recuerdas cuáles fueron mis primeras palabras?

            —Claro, hija, imposible olvidarlo: mamá, abua (agua), pipitas (papitas fritas) y dae (dale, en sentido de golpear una piñata).

             —¡Gracias, mamá! ¿Y cómo puedo empezar mi historia?

            —Puedes iniciar con Había una vez… o si quieres mañana le preguntamos a tu maestra, ¿te parece?

            —¡Sí, mami, me gusta esa idea!

            Al día siguiente, la niña llegó a su clase de tareas y le mostró a su maestra una lista de palabras que había escrito con ayuda de su mamá.

            —¡Qué alegría, Sarah! ¿Y de qué tratará tu libro?

            —De mi hermanito. Y ya mami me explicó que mi libro puede tener menos de cien mil palabras.

            —Me contenta que tu mami te haya ayudado con tu valiente iniciativa. Y así como te dijo ella, es verdad, por ejemplo, un cuento corto puede tener entre quinientas a veinte mil palabras aproximadamente.

            —¡Uf, qué alivio!

             —¿Y qué quieres contar de tu hermanito?

            —De cómo empezó a hablar. Mi mami me dijo que puedo comenzar con “Había una vez…” o… ¿me ayudas, maestra?

            —Claro, te ayudo. Había una vez… Érase una vez… Había un niño… En un lugar lejano… o cercano —ambas ríen—, o también puedes empezar con su nombre, David era un niño. ¿Cuál frase te gusta más?

            —¡David era un niño!

            —¡Muy bien, entonces a escribir! ¡Ponte una mano en el corazón, abre tus ojitos y qué vuele tu imaginación!

 

Luego de formar muchas de sus palabras favoritas, Sarah comenzó a escribir su libro mágico, en donde sus páginas se iluminaban sutilmente, poco a poco, y cada vez que ella escribía una palabra, destellos de chispas de colores se esparcían por el aire:

 

 David era un niño que estaba empezando a hablar, y cada vez que se la caía algún juguete, decía: “Oh, nooo…”.

 

Su corazón palpitaba entre la valentía, el ingenio y la alegría de saber que danzar con las letras era posible, que su libro mágico era posible.


sábado, 1 de mayo de 2021

La primavera de Leo y su amiga Tati

 


La primavera de Leo y su amiga Tati

Al niño Leonardo Morales,

¡qué el amor primaveral esté siempre en tu corazón!

 

             Una tarde, Leo y su mamá fueron de visita al Rosedal de Palermo, un hermoso jardín ubicado en el corazón del Parque Tres de Febrero. Al principio, el niño pensó que sería muy aburrido porque estaría muchas horas sin divertirse con su tableta. Sin embargo, a medida que recorría aquella maravillosa rosaleda, su asombro crecía cada vez más.

—¡Mami, qué bello lugar! —exclamó Leo.

— ¡Qué alegría que te guste, hijo! —manifestó la madre conmovida.

—Estas flores son muy delicadas, mami, hay que tratarlas con amor.

—Sí, hijo. ¡Con muchísimo amor! Espero que hoy sea un día inolvidable para ti.

—Gracias, mami—al tiempo que abrazaba y besaba a su madre.

            Al instante, Leo se acercó a contemplar unas rosas rojas, pero el sollozo de una niña que estaba sentada al costado de una de las plantas, lo detuvo.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? —interrogó el niño.

—Me pinché el dedo —gimió la pequeña—. Solo quería tocarlas.

—¿Te duele mucho? ¿Y por qué no le dices a tu mamá?

—¡Mírala! Estoy segura que no vendrá… Está con su celular —manifestó la niña con un dejo de nostalgia.

—¿Estás segura? Cuando me lastimo le digo a mi mamá. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Tatiana, pero todos me dicen Tati. ¿Y tú?

—Me llamo Leonardo, pero todos me dicen Leo  —ambos ríen.

En ese momento, desde las plantas se escucha un ¡pst, pts, pst!  

—¡¿Quéeeee?! —gritaron los niños.

 

De repente, todo el Rosedal comenzó a llenarse de magia. Las rosas comenzaron a humanizarse y a acercarse a los visitantes, algunas de ellas los pinchaban sutilmente con sus espinas, y ellos reaccionaban de múltiples formas: unos con ira, otros con dolor, algunos con quejas, mientras que otros se mostraban totalmente indiferentes.

Otras rosas hacían lo contrario, los acariciaban con sus pétalos y los perfumaban con sus agradables aromas al rociarlos con sus néctares. Ante este hecho extraordinario algunos sonreían, otros lloraban, unos suspiraban, unos bailaban, mientras que otros reflejaban una absoluta resistencia.

Debido a esto, una de las rosas más sensibles lloraba porque aquel grupo indolente, absorto en sus celulares, no reaccionaba ni a los pinchazos ni a las caricias.

—¿Por qué tanta indiferencia, tanta resistencia? ¿Qué les está pasando?  —preguntaba la rosa entre sollozos—. Si esto es aquí, en este hermoso lugar, ya es fácil imaginar lo que sucede en sus casas con sus familias. ¿Ustedes pueden darme alguna respuesta? —miró a los niños, mientras se secaba las lágrimas.

Leo y Tati cruzaron miradas sin saber qué decir, hasta que la niña respondió con valentía: —Miren a mi mamá. Ella es una de las indiferentes —y prorrumpió en lágrimas.

—Cálmate, Tati —le dijo Leo — Esta linda rosa te ayudará.

—No, Leo. ¡Ustedes nos ayudarán! —suplicó la rosa.

—¡¿Nosotros?! ¿Y cómo? —expresaron los infantes.

—Ustedes, con su inteligencia y creatividad, podrán ayudarnos a que este grupo indolente y dormido en una hipnosis tecnológica, despierte.

—¿Y qué podemos hacer nosotros? —insistieron los pequeños.

Tati y Leo hablaron entre ellos en susurro:

—¿Qué hacemos, Leo?

—Ayudemos a nuestra amiga rosa, ¡y así tu mamá vendrá a ver tu dedo! —exclamó sonriente.

—¡Y muchos despertarán! —intervino la rosa.

Los niños se sobresaltaron porque pensaban que la rosa no los estaba escuchando.

—¡Te ayudaremos! —exclamaron Tati y Leo.

—¡Gracias! —expresó la rosa.

—A ver… a ver… —comentaban.

—¡Y si le quitamos los celulares!

—Eso sería una misión imposible. Están tan aferrados a ellos, que ya son una extensión de su cuerpo. Será como mutilarlos y no queremos violencia.

—Y si…

En medio de esta lluvia de ideas, Leo preguntó:

—¡¿Y si jugamos a colocarles una rosa en cada una de las pantallas de sus teléfonos?!

—Es verdad, Leo, quizás al verlas y sentirlas tan de cerca, despierten  —agregó Tati.

—¿Y por qué te gusta esa idea, Leo? —curioseó la rosa.

—Porque ustedes son un regalo de amor de la naturaleza, son cultivadas con mucho amor, así que todo este sentimiento se lo pueden dar a todas estas personas, algo que jamás podrán recibirlo de un celular.

—Y así mi mamá podrá darme más amor a mí y menos al teléfono —aclaró Tati muy sonriente.

—¡Qué maravillosa idea! ¡Empecemos! —indicó la rosa.

De esta manera, los niños corrieron de un lado a otro con coloridas rosas en sus manos, a las que fueron colocando amablemente en las pantallas móviles de los visitantes. Poco a poco, ellos comenzaron a tocarlas, a olerlas, a contemplarlas. Todos sus sentidos despertaron ante este bello regalo de la naturaleza, instante mágico en donde olvidaron sus celulares y disfrutaron de la simpleza de estas rosas.

Empezaron a reconocer sus dolores y sus heridas gracias a los pinchazos. Se dieron cuenta de que no sabían dar amor porque nunca lo recibieron. Incluso, para muchos, era la primera vez que sentían estas agradables caricias. Sus ideas de dar y recibir amor estaban totalmente deformadas.

Estallaron lágrimas, suspiros, gritos, susurros, risas, disculpas, abrazos, miradas. El panorama era agradable y muy esperanzador.

 —¡Esto es dar amor! ¡Esto es darse amor! —festejó la rosa— ¡Gracias, niños! ¡Sabía que con ustedes lo lograríamos!

—¡Gracias a ti por tomarnos en cuenta! —expresaron los pequeños— ¡Qué primavera tan extraordinaria!

Poco a poco las rosas volvían a sus lugares, mientras sus visitantes admiraban y disfrutaban de este hermosísimo lugar.

 

—Tati, ¿aún te duele el pinchazo?

—Ya no, Leo. ¡Hasta lo había olvidado!

En ese momento, la mamá de la niña se acerca a ellos.

—Hija, vamos a recorrer la rosaleda… ¿Y quién es este pequeño?

—Es Leo, mami. ¡Un amigo de este bello y grandísimo jardín!

—Hola, Leo. Es un gusto conocerte.

—Hola, mamá de Tati.

Se despidieron y madre e hija iniciaron su recorrido, al tiempo que conversaban:

—¿Y tu teléfono, mami?

—Lo guardé, hija. Esta tarde es de nosotras.

—¡Qué alegría, mami! Sabes que me pinché un dedo y…

Mientras Leo observaba muy sonriente cómo se alejaban, la voz de su madre lo interrumpió:

—¿Conoces a esas personas, hijo?  

— Es Tati, mami. ¡Una amiga de este bello y grandísimo jardín! Está con su mamá.

 —¿Y de qué hablaban?

—De los pinchazos con las espinas de las rosas.

—¡Ah! Hay que tener cuidado con ellas, hijo mío.

—Mami, no te preocupes, a veces las espinas pueden ayudar mucho, ellas no son tan malas como parecen. Una rosa no puede estar sin su espina.  

—Hijo, ¿y de dónde aprendiste eso?

—De la primavera, mami… de esta extraordinaria primavera.

—¡Qué felicidad, hijo! Sigamos con nuestro paseo.

—¡Sí, mami! Y como me dijiste, será un día inolvidable.

—¡A disfrutar! —expresaron ambos mientras el Rosedal los arropaba con sus bellos colores y sus agradables aromas.

 


Luna de otoño

  Luna de otoño Esa mañana de otoño se entregó con vehemencia a la lectura de aquel libro, del que estaba segura le daría pistas sobre aqu...