Luna de otoño
Esa
mañana de otoño se entregó con vehemencia a la lectura de aquel libro, del que
estaba segura le daría pistas sobre aquello que desde hacía mucho tiempo la
inquietaba. Lo inesperado fue el trance emotivo en que la dejaría aquella
historia tan conmovedora, tan cercana, tan movilizadora. Acabó la lectura, dejó
el libro a un costado de su cama, emergieron las lágrimas y su gatita, al verla
llorar, se acercó a mimarla con besos gatunos. Se acurrucaron y quedaron
abrazadas hasta que cesó el llanto. Se levantó decidida a cumplir el plan
trazado la noche anterior: iría al camposanto más grande de la ciudad de Buenos
Aires, del que se enteró que su fundación se debió a la peor epidemia de fiebre
amarilla que azotó la capital en el año 1871
Salió
a la calle envuelta en una amalgama de emociones y, a pesar de su conmoción
interna, hizo el ejercicio de mirar con atención el rostro de cada una de las
personas que transitaban a su alrededor.
—A
alguna persona le debe gustar esa nariz. A alguien le puede atraer esos ojos. A
otros esas mejillas; a otras esos labios, o esas orejas, y así su mirada
fragmentada se dirigía de un rostro a otro.
—Si
la belleza pudiera verse en pedazos, el mundo sería mejor, creo. Hay tanta belleza por doquier.
Así
estuvo elucubrando hasta que llegó a la estación del subte. Durante el viaje,
respondió los mensajes del wasap para luego olvidarse del celular por algunas
horas.
Al
salir de la estación Federico Lacroze, miró la imponente fachada de la entrada
principal del cementerio. Agilizó los pasos al saber que contaba con poco tiempo
para visitar el mausoleo de Alfonsina Storni y acudió a su celular para
ayudarse con Google Maps, ya que el
personal de vigilancia desconocía dónde se hallaba la tumba de la escritora
argentina. Lo entendió sin prejuicio alguno y entró.
Al
ver aquellos suntuosos mausoleos y tantas calles, se sintió tan diminuta como
perdida pero, a pesar de eso, siguió adelante.
—Disculpa,
¿conoces el lugar? —le preguntó a una chica que salía del camposanto.
—No
mucho. Recién lo estoy conociendo. Pero ya están cerrando. ¿Cómo te dejaron
entrar?
—Porque
son las cuatro y el cementerio cierra a las cinco —le respondió.
—Ah,
vine a visitar la tumba de Gustavo Cerati y me dijeron que en breve cerraban. Quizás
se referían al horario de ese mausoleo. Entonces puedo quedarme un poco más. Si
querés, te acompaño. ¿A dónde vas?
—¡Gracias!
¡Voy a la tumba de Alfonsina Storni!—contestó con mucho alivio, sabía que al
estar acompañada, el recorrido sería más fácil.
—¿Tomás
mate? —la interrogó sonriente y cortés.
—¡Sí!
—respondió con la sorpresa de jamás imaginarse conocer y recorrer aquel lugar acompañada
de un mate.
Por
momentos, ella miraba el servidor de mapas, pero quien llevaba la certeza hacia
donde iban era la dueña del mate. Era notorio que se manejaba muy bien con esta
aplicación.
—¿Cómo
te llamas?
—Amaranta,
¿y vos?
—Dulce
—¿Dulce?
Qué nombre tan dulce.
—Gustos
de mi mamá —y pensó qué estaría haciendo su madre en ese momento.
Y así,
entre charla y mate caminaron hasta que…
—¡Allí
está! —exclamó al ver “Alfonsina Storni. Poeta”.
Amaranta la ayudó a leer las primeras líneas del texto “Exaltación”, escrito por el hijo de Alfonsina para su madre y que estaba expuesto junto a uno de los jarrones con flores que adornaban la tumba. Luego, la chica se apartó diciéndole que la dejaría sola por un momento, gesto que sólo puede ser impulsado por el sentido de la prudencia.
—La muerte como liberación, ¿liberación?... ¿Qué dolor tan profundo te condujo a esto?... Tu mausoleo debería estar más bonito.
Faltaban
minutos para la hora de cierre y los mosquitos atípicos en época de frío
apresuraban la partida. Caminaron hasta la avenida principal, mientras que la luna
vestida de otoño se asomaba lentamente. Se despidieron.
Dulce
discurrió en tantas cosas que pueden sentirse bajo aquella luz de luna otoñal.
Entró al subte y halló asiento. Un niño cantaba rap mientras otro pequeño
sostenía un enorme parlante. El volumen de la pista atenuaba la débil voz del
infante, por lo que sólo se le entendían algunas frases. Ella se preguntaba
dónde estaban los padres de estos niños que, de seguro, era una interrogante en
común de muchos de los que viajaban en ese vagón, sus miradas expectantes así
lo evidenciaban.
Otro usuario
acompañaba el canto infantil con su tambor candombero. Dulce tuvo la sensación
de que el hombre estaba bajo un efecto narcótico por sus ojos enrojecidos y la mirada
perdida. Este hombre le pidió otra canción al pequeño, quien cedió. Hubo una
segunda solicitud, pero el niño que llevaba el parlante le respondió que se les
hacía tarde.
—¿Querés
tocar el tambor y cantar a la vez? ¿Podemos vernos mañana? —preguntó el
candombero mientras le indicaba un punto de encuentro.
Dulce
tuvo la impresión de estar ante un momento surrealista. ¿Dónde estaban los
protectores de estos pequeños? ¿Quizás estaban allí en anonimato, o realmente
ellos andaban solos? A su salida, lo reportaría con el personal del subte.
Una
persona en estado de miseria y embriaguez —a quien llamaremos Solano— sentado
al lado del candombero, cada tantos segundos emitía un fuerte alarido que
denotaba un profundo dolor, a la vez, balbuceaba la letra de una canción: “Tal
vez, será que esta his…”. Ella completó la frase en su cabeza: “Será que esta
historia no tiene final. Yo, por mi parte…”, pensó en Ricky Martin y sonrió.
En la
próxima estación se subió un joven pedigüeño alegando que su mujer estaba
embarazada, que necesitaban doce mil pesos para pagar la habitación en la que
vivían. Solano le dio veinte pesos, como hizo también con los pequeños, a quienes
les había dado cincuenta pesos, revisó sus bolsillos y contó 6700 pesos.
Dulce
observaba toda la escena con mucha compasión, y al ver que Solano tenía más
pesos que ella, sonrió de pena.
—¿De
qué es ese tambor? —preguntó inesperadamente una pasajera de cabellos amarillos
al dueño del tambor.
—De
candombe.
—¿Desde
cuándo tocás?
—Desde
hace como quince años.
—¿Te
enseñó alguien o aprendiste solo?
—Aprendí
más solo que acompañado.
—¿Es
pesado?
—No
tanto.
Faltaba
poco para la siguiente estación, acto seguido el candombero se acercó a la
puerta, le hizo un gesto a la mujer para que viniera con él; ella se levantó y
lo siguió.
—Tantas
cosas pueden suceder bajo una luna de otoño —caviló Dulce.
Llegó
a la estación de destino y recordó toda la conmoción vivida desde el momento en
que había terminado de leer el libro hasta la visita al camposanto. A esto se
sumaban todas las sensaciones experimentadas en el subte con los niños raperos,
el candombero, Solano, el pedigüeño y la mujer de cabellos amarillos. Pensaba
en las carencias de cada uno de ellos, en sus heridas, en sus dolores, especialmente
en los gritos de Solano. Para Dulce, todo esto fue el reflejo de dolores propios
y ajenos.
Al
salir de la estación, miró el cielo y vio esa luna otoñal, vestida con ese
hermoso resplandor que iluminaba el cielo nocturno. —Es la misma luna para
todos —meditó.
ayuda a Solano a calmar su dolor,
motiva a ese joven a buscar y hallar trabajo,
ampara a esos niños raperos
¡y qué pronto tengan protección!
Guía al candombero a recuperar su mirada lúcida,
a la chica de cabellos amarillos… no sé, tú sí lo sabes, ayúdala.
Luna, lunita,
¡qué bella estás!
Quisiera quedarme un rato más,
mirándote, contemplándote,
pero ya es muy tarde,
este frío otoñal casi invernal
sacude mis sentidos hasta el más allá.
Entró a casa y mientras acariciaba a su
amorosa gatita, sonó el timbre.
—¿Quién
es? —preguntó muy intrigada.
—Soy
Amaranta.
Pensó
en la historia del libro que la había conmovido en la mañana, tomó las llaves y
abrió la puerta.
—Tantas
cosas pueden suceder bajo esta luna de otoño, Amaranta, ¿cierto?
—Muy
cierto, Dulce. ¿Nos tomamos un mate?
Fin, que puede ser un inicio.
Esta historia también pudiera llamarse“Retrato ¿anecdótico? de un día no cualquiera”.Se lo dejo a los lectores.