LAS ROSAS
Esa noche
disfrutaba de un mate sentada en su butaca, pensaba en la rutina del día.
Pensaba en él, en que no lo vería por muchos días por sus obligaciones
laborales. Mejor para ella, ambos sabían que la débil relación pronto
terminaría. A sus 37 años, anhelaba su libertad. Se quedó mirando su pequeña
biblioteca y se fijó en un libro de cuentos de ficción que le había obsequiado
su madrina en su infancia y que ella conservaba con mucho recelo. Se levantó,
tomó el libro y volvió a su butaca.
Leyó:
Hace millones de años, un duende muy egoísta se autoproclamó
dueño de una aldea muy florecida. En ese lugar, algunos duendecillos eran
buenos; otros malos. Los bondadosos acariciaban las rosas; en cambio, los malvados
le arrancaban sus pétalos, e incluso no dejaban que algunas crecieran. Muchos
sabían de esta situación, pero preferían callarlo, tenían mucho miedo del
duende creído “amo”. Muchas de ellas preferían no abrirse, mantenerse como un
capullo, a pesar de eso, muchos duendes malos las obligaban a abrirse.
Detuvo la
lectura, sintió como su pecho comenzaba a latir cada vez más rápido. Y
murmuraba: ¿Qué me sucede? Cayó en cuenta que este relato le había removido un
recuerdo que yacía dormido en su memoria desde hace muchos años.
Recordó como de niña ese duende la asfixiaba, la
paralizaba durante muchas lunas. Una noche creyó verlo, o ver su sombra. Era
enano, así como un duende. Por eso, a la mañana siguiente, decidió contar lo
sucedido:
—Creo que vi un duende… se acercó, yo
no podía respirar… fue una pesadilla.
—Ese era un duende de
los malos. Así que echaremos agua bendita para que no vuelva más —fue la
respuesta que obtuvo.
—Pero, ¿hay duendes bueno?—preguntó.
—Sí, sí los hay.
—¿Y dónde están?
—No lo sé. Quizás en el cielo, o en
algún lugar desde donde te cuidan.
—¡Ah!— dijo en voz baja, y poco
convencida.
Se dirigió a casa de su madrina buscando otras respuestas.
—¡Hola, pequeña! ¿Qué te trae por
aquí?
—¡Hola, madrina! ¿Por qué hay duendes
buenos y duendes malos?
—Me toma por sorpresa
tu pregunta. ¿Por qué..? Porque la bondad y la maldad existen desde la creación
del mundo. Espera un momento. Ya regreso.
A ella le encantaba visitar la casa de su
madrina porque tenía dos perros mestizos adorables; tres gatos, dos juguetones
y uno muy comelón; además de objetos raros, plantas y muchos libros. Caminó
hacia uno de los rincones y se halló frente a una lámpara antiquísima, pero lo
que más llamó su atención fue un ramo de rosas disecadas, algunas abiertas,
otras cerradas; y se preguntó —¿Por qué estarán así?
En el momento en que se preguntaba por la apariencia de
estas rosas, apareció su madrina con un libro rojo titulado en letras doradas.
—Ven, pequeña, acércate.
Se sentaron alrededor de una mesa, ella en una butaca más
alta que le disponía su madrina cada vez que la visitaba.
Allí, juntas, leyeron página a página la historia de
aquel pueblo de duendecillos.
Luego de escuchar esta historia, la niña se quedó
pensativa, mientras unas lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¿Qué
te sucede, pequeña?
—No
me gustan esos duendes malos.
—¿Por
qué, ahijada?
—Porque un duende malo me asfixia colocando su mano en mi
boca. Eso me da mucho miedo y tengo pesadillas.
—Ah…
¿y contaste eso en casa?
—Sí…
—¿Qué
te dijeron?
—Que era un duende malo y que echarían agua bendita para
que se fuera.
Su madrina la abrazó y la miró a los ojos: —Iremos a tu
casa a hablar de ese duende, ¿sí? Y toma el libro, es para ti. Te lo regalo.
La
niña abrazó el libro con mucha emoción, a la vez, movió la cabeza en señal de
acuerdo de ir a su casa, aunque un poco asustada.
Luego
de esta visita, no hubo más axfixias ni pesadillas con el duende malo, ni se
habló más del tema en casa.
Al rememorar
todo este episodio vivido con su madrina, retomó la lectura.
A escondidas,
las rosas conversaban en susurros:
—¿Ya
te abriste?
—Sí, pero no
me gusta. Sólo lo hago porque me obligan.
—A mí
tampoco, me duele mucho.
—Esos duendes
son muy peligrosos.
Y así hablaban entre ellas, hasta que se acercaba el
duende celador, y por miedo a que las escucharan, preferían callar ante su
presencia.
—¿Y qué les parece si nos unimos y gritamos hasta que
nos escuchen en otras aldeas?—dijo una de ellas.
—¡Es verdad! Aprovechemos que el vigilante se alejó.
Poco a poco, voces sutiles y armoniosas, a la vez, un
poco misteriosas, musitaban palabras en un idioma sólo entendibles para ellas.
Ese canto unísono, en una especie de coral angelical, fue elevándose hasta
convertirse en un grito que fue escuchado en otras aldeas. Fue tanta la
conmoción que generó este coro, que los habitantes fueron uniéndose y
acercándose a la aldea muy florecida porque querían conocer de quiénes eran
esas voces tan hermosas y qué significaba su clamor.
Cuando los duendes malvados se dieron cuenta de tal
situación, no pudieron hacer nada, ya que la masa de aldeanas y aldeanos los
tenían rodeados. A esta masa se unieron todas las rosas, quienes con su grito
valiente y poderoso, lograron que los duendes malvados se desintegraran poco a
poco con su propia maldad hasta que ya no fueron vistos por el resto de los
días.
FIN
En este momento, muchas lágrimas
rodaban por sus mejillas. —¡Ese duende era de carne y hueso! Me obligaba a
abrirme sólo en su jardín oscuro. Esa mano asquerosa me impedía gritar, y su
otra mano me inmovilizaba. ¡Esa pesadilla estaba oculta en mi memoria!
Sintió que ya no era la misma, que había estado en una
parálisis emocional sin darse cuenta, en una amargura que le estaba carcomiendo
el alma, en una relación sin sentido, sólo por costumbre. Tomó su mate, su
libro, fue a juntar sus pétalos para renacer en una rosa más bella y poder
abrirse sin esos miedos; y así ayudar a otras rosas a limpiar sus memorias.