El
libro mágico de Sarah
Una tarde de tareas, Sarah observó como las letras de su cuaderno comenzaron a brillar, al mismo tiempo que se desprendían de las hojas y se suspendían en el aire. Su corazón palpitaba entre el miedo, el asombro y la curiosidad. Intentaba tomar las letras con sus manos, pero se diluían como pompas de jabón. De repente, empezó a danzar al compás del movimiento de las letras en el espacio.
—Sarah, ¿estás bien?
—interrogó la maestra.
—Sí, estoy bien… —despabilándose
del momento mágico en que se encontraba—. Maestra, ¿qué sería del mundo sin las letras?
— ¿Sin las letras? A
ver… Sería un mundo sin nombres y esto sería un caos. No podríamos comunicarnos. Así que las letras son esenciales porque nos ayudan a construir palabras, a expresar
lo que sentimos o pensamos, y a llamar a cada persona, mascota o cosa por su
nombre.
—Ah… ¿y cuántas
letras existen? —interrogó Sarah, mientras se imaginaba un libro gigante y
colorido.
—Nuestro idioma tiene
27 letras. ¿Quieres que repasemos el abecedario? ¿O mejor, si lo cantamos…?
—¿Cantar el
abecedario? El abecedario no se canta, se lee… —respondió extrañada la niña.
—Pero podemos
inventar un tarareo, ¿te animas? —dijo la maestra.
— ¡Sí! —exclamó la
cándida voz.
Entre risas ambas
comenzaron a cantar el abecedario, a la vez que improvisaban una coreografía
con las manos: — ¡A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K, L, M, N, Ñ, O, P, Q, R, S,
T, U, V, W, X, Y, Z!
— ¿Cuáles son las
letras que más te gustan, Sarah?
—Todas, aunque mis favoritas
son tres: la A por el nombre de mi mami, Andrea; la D por el nombre de mi
hermanito, David y la S por mi nombre… ¿Cuántas palabras existen?
— ¡Miles! Pero es
imposible saber exactamente cuántas son. Ahora, para que tengas una idea, en un
diccionario de español podemos hallar más de cien mil palabras.
—¡Más de cien mil
palabras! —reaccionó la pequeña.
Sarah suspiró, volvió
a cerrar sus ojos y continuó explorando su sentido imaginativo. Aquella tarde
de tareas era cada vez más mágica y divertida.
La danza le dio impulso para insistir en alcanzar las
letras. Lo logró. Ya aquellas no eran como pompas de jabón, sino como motas de
algodón. Tuvo todas las letras entre sus manos. Comenzó a jugar y a crear
palabras: arcoíris, mascota, David, amor, perro, estrella, Andrea, diccionario,
Nano, nube, gato… Y con su ingenuidad, se atrevió a formar otras nuevas: ¡Tichín,
mumimor, chentaíta, nubellú, pintalón, gatichú, perritototó…!
—¡Lo logré! Alcancé
todas las letras mágicas, pero… ¿cómo haré para escribir todas las palabras en un libro? ¡Son más de
cien mil!
Cuando la maestra iba
a responderle sonó el timbre, por lo que la pregunta quedó sin respuesta.
La niña se fue con
esa inquietud, mientras imaginaba múltiples formas para escribir su anhelado
libro. Al ver a su mamá, la interrogó:
—Mami,
quiero escribir un libro gigante con todas las palabras que existen. ¿Me puedes
ayudar?
—Claro,
hija, pero con todas, todas las palabras, eso está un poco difícil, no cabrían
en un libro.
—¿Y
si las escribo chiquititas? ¡Mi maestra me dijo que un diccionario puede tener
más de cien mil palabras! —expresó la niña con cierta preocupación.
—Chiquititas
o grandes, no cabrían, hija, pero qué te parece si primero me dices sobre qué
te gustaría escribir. Quizás no necesites las cien mil palabras, sino menos
—alentó la madre con una sonrisa y mucha dulzura.
—¡Es
cierto, mami! Me gustaría escribir sobre… ¡mi hermanito!
—¡Qué
bella! ¿Y qué quisieras contar de tu hermanito?
Ambas
se miraron en silencio, con sonrisas cómplices y rebosantes de amor.
—Mami,
¿y si cuento que ya David empezó a hablar? Que dice: “Oh, nooo, titi (tetero),
ca (carro) y bucu (chupón)”.
—¡Me
parece lindo, hija!
—Mami,
¿y tú recuerdas cuáles fueron mis primeras palabras?
—Claro, hija, imposible olvidarlo:
mamá, abua (agua), pipitas (papitas fritas) y dae (dale, en sentido de golpear
una piñata).
—¡Gracias, mamá! ¿Y cómo puedo empezar mi historia?
—Puedes iniciar con Había una vez… o si quieres mañana le
preguntamos a tu maestra, ¿te parece?
—¡Sí,
mami, me gusta esa idea!
Al día siguiente, la
niña llegó a su clase de tareas y le mostró a su maestra una lista de palabras
que había escrito con ayuda de su mamá.
—¡Qué alegría, Sarah!
¿Y de qué tratará tu libro?
—De mi hermanito. Y ya mami
me explicó que mi libro puede tener menos de cien mil palabras.
—Me contenta que tu
mami te haya ayudado con tu valiente iniciativa. Y así como te dijo ella, es
verdad, por ejemplo, un cuento corto puede tener entre quinientas a veinte mil
palabras aproximadamente.
—¡Uf, qué alivio!
—¿Y qué quieres contar de tu hermanito?
—De cómo empezó a
hablar. Mi mami me dijo que puedo comenzar con “Había una vez…” o… ¿me
ayudas, maestra?
—Claro, te ayudo. Había
una vez… Érase una vez… Había un niño… En un lugar lejano… o cercano —ambas
ríen—, o también puedes empezar con su nombre, David era un niño. ¿Cuál frase
te gusta más?
—¡David era un niño!
—¡Muy bien, entonces a
escribir! ¡Ponte una mano en el corazón, abre tus ojitos y qué vuele tu
imaginación!
Luego de formar muchas de
sus palabras favoritas, Sarah comenzó a escribir su libro mágico, en donde sus
páginas se iluminaban sutilmente, poco a poco, y cada vez que ella escribía una
palabra, destellos de chispas de colores se esparcían por el aire:
David era un niño que estaba
empezando a hablar, y cada vez que se la caía algún juguete, decía: “Oh, nooo…”.
Su corazón palpitaba entre la valentía, el ingenio y la alegría de saber
que danzar con las letras era posible, que su libro mágico era posible.