viernes, 15 de octubre de 2021

El libro mágico de Sarah

 

El libro mágico de Sarah

A la niña Sarah Sevilla,
¡qué la valentía y el amor sean la danza
que mueva tu vida!
 

Una tarde de tareas, Sarah observó como las letras de su cuaderno comenzaron a brillar, al mismo tiempo que se desprendían de las hojas y se suspendían en el aire. Su corazón palpitaba entre el miedo, el asombro y la curiosidad. Intentaba tomar las letras con sus manos, pero se diluían como pompas de jabón. De repente, empezó a danzar al compás del movimiento de las letras en el espacio.

—Sarah, ¿estás bien? —interrogó la maestra.

—Sí, estoy bien… —despabilándose del momento mágico en que se encontraba—.  Maestra, ¿qué sería del mundo sin las letras?

— ¿Sin las letras? A ver… Sería un mundo sin nombres y esto sería un caos. No podríamos comunicarnos. Así que las letras son esenciales porque nos ayudan a construir palabras, a expresar lo que sentimos o pensamos, y a llamar a cada persona, mascota o cosa por su nombre.

—Ah… ¿y cuántas letras existen? —interrogó Sarah, mientras se imaginaba un libro gigante y colorido.

—Nuestro idioma tiene 27 letras. ¿Quieres que repasemos el abecedario? ¿O mejor, si lo cantamos…?

—¿Cantar el abecedario? El abecedario no se canta, se lee… —respondió extrañada la niña.

—Pero podemos inventar un tarareo, ¿te animas? —dijo la maestra.

— ¡Sí! —exclamó la cándida voz.

Entre risas ambas comenzaron a cantar el abecedario, a la vez que improvisaban una coreografía con las manos: — ¡A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K, L, M, N, Ñ, O, P, Q, R, S, T, U, V, W, X, Y, Z!

— ¿Cuáles son las letras que más te gustan, Sarah?

—Todas, aunque mis favoritas son tres: la A por el nombre de mi mami, Andrea; la D por el nombre de mi hermanito, David y la S por mi nombre… ¿Cuántas palabras existen?  

— ¡Miles! Pero es imposible saber exactamente cuántas son. Ahora, para que tengas una idea, en un diccionario de español podemos hallar más de cien mil palabras.

—¡Más de cien mil palabras!  —reaccionó la pequeña.

Sarah suspiró, volvió a cerrar sus ojos y continuó explorando su sentido imaginativo. Aquella tarde de tareas era cada vez más mágica y divertida.

 

La danza le dio impulso para insistir en alcanzar las letras. Lo logró. Ya aquellas no eran como pompas de jabón, sino como motas de algodón. Tuvo todas las letras entre sus manos. Comenzó a jugar y a crear palabras: arcoíris, mascota, David, amor, perro, estrella, Andrea, diccionario, Nano, nube, gato… Y con su ingenuidad, se atrevió a formar otras nuevas: ¡Tichín, mumimor, chentaíta, nubellú, pintalón, gatichú, perritototó…!  

 

—¡Lo logré! Alcancé todas las letras mágicas, pero… ¿cómo haré para escribir  todas las palabras en un libro? ¡Son más de cien mil!

Cuando la maestra iba a responderle sonó el timbre, por lo que la pregunta quedó sin respuesta.

La niña se fue con esa inquietud, mientras imaginaba múltiples formas para escribir su anhelado libro. Al ver a su mamá, la interrogó:

—Mami, quiero escribir un libro gigante con todas las palabras que existen. ¿Me puedes ayudar?

—Claro, hija, pero con todas, todas las palabras, eso está un poco difícil, no cabrían en un libro.

—¿Y si las escribo chiquititas? ¡Mi maestra me dijo que un diccionario puede tener más de cien mil palabras! —expresó la niña con cierta preocupación.

—Chiquititas o grandes, no cabrían, hija, pero qué te parece si primero me dices sobre qué te gustaría escribir. Quizás no necesites las cien mil palabras, sino menos —alentó la madre con una sonrisa y mucha dulzura.

—¡Es cierto, mami! Me gustaría escribir sobre… ¡mi hermanito!

—¡Qué bella! ¿Y qué quisieras contar de tu hermanito?

Ambas se miraron en silencio, con sonrisas cómplices y rebosantes de amor.

—Mami, ¿y si cuento que ya David empezó a hablar? Que dice: “Oh, nooo, titi (tetero), ca (carro) y bucu (chupón)”.

—¡Me parece lindo, hija!

—Mami, ¿y tú recuerdas cuáles fueron mis primeras palabras?

            —Claro, hija, imposible olvidarlo: mamá, abua (agua), pipitas (papitas fritas) y dae (dale, en sentido de golpear una piñata).

             —¡Gracias, mamá! ¿Y cómo puedo empezar mi historia?

            —Puedes iniciar con Había una vez… o si quieres mañana le preguntamos a tu maestra, ¿te parece?

            —¡Sí, mami, me gusta esa idea!

            Al día siguiente, la niña llegó a su clase de tareas y le mostró a su maestra una lista de palabras que había escrito con ayuda de su mamá.

            —¡Qué alegría, Sarah! ¿Y de qué tratará tu libro?

            —De mi hermanito. Y ya mami me explicó que mi libro puede tener menos de cien mil palabras.

            —Me contenta que tu mami te haya ayudado con tu valiente iniciativa. Y así como te dijo ella, es verdad, por ejemplo, un cuento corto puede tener entre quinientas a veinte mil palabras aproximadamente.

            —¡Uf, qué alivio!

             —¿Y qué quieres contar de tu hermanito?

            —De cómo empezó a hablar. Mi mami me dijo que puedo comenzar con “Había una vez…” o… ¿me ayudas, maestra?

            —Claro, te ayudo. Había una vez… Érase una vez… Había un niño… En un lugar lejano… o cercano —ambas ríen—, o también puedes empezar con su nombre, David era un niño. ¿Cuál frase te gusta más?

            —¡David era un niño!

            —¡Muy bien, entonces a escribir! ¡Ponte una mano en el corazón, abre tus ojitos y qué vuele tu imaginación!

 

Luego de formar muchas de sus palabras favoritas, Sarah comenzó a escribir su libro mágico, en donde sus páginas se iluminaban sutilmente, poco a poco, y cada vez que ella escribía una palabra, destellos de chispas de colores se esparcían por el aire:

 

 David era un niño que estaba empezando a hablar, y cada vez que se la caía algún juguete, decía: “Oh, nooo…”.

 

Su corazón palpitaba entre la valentía, el ingenio y la alegría de saber que danzar con las letras era posible, que su libro mágico era posible.


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